La desgracia que cayó sobre Sarnath
The Doom that came to Sarnath, 1919 (tr. C. F. Otálora)
Existe en la tierra de Mnar un vasto y apacible lago provisto por ningún arroyo y del cual no emana afluente alguno. Diez mil años atrás, en su ribera, se alzaba la potente ciudad de Sarnath, pero Sarnath ya no existe más.
Se dice que en tiempos inmemoriales, cuando el mundo era joven, antes siquiera de que la gente de Sarnath llegara a la tierra de Mnar, era otra la ciudad que yacía junto al lago: la ciudad de piedra gris de Ib, que era tan vieja como el mismo lago y estaba poblada por seres nada agradables a la vista. Muy extraños y grotescos eran estos entes, como ciertamente lo son la mayoría de los especímenes de un mundo aún incipiente e inacabado. Está escrito en los cilindros de ladrillo de Kadatheron que los seres de Ib eran de un tono tan verde como el lago y la niebla que se alza sobre sus aguas; que tenían ojos saltones, protuberantes y flácidos labios, curiosas orejas, y que no tenían voz. También está escrito que descendieron de la luna una noche entre la niebla: ellos y el vasto y calmo lago y la ciudad de piedra gris de Ib. De cualquier forma, lo que sí es cierto es que adoraban a un ídolo labrado en una piedra de color verde como el mar, esculpido a la semejanza de Bokrug, el gran lagarto de agua, ante el cual bailaban horriblemente bajo la luna gibosa. Y está escrito en los papiros de Ilarnek que un día descubrieron el fuego, y que a partir de entonces encendían hogueras en muchas de sus ocasionales ceremonias. Pero no es mucho más lo que está escrito sobre estos seres, pues vivieron en tiempos antiguos y la humanidad es joven y no sabe sino poco de las cosas vivientes de antaño.
Luego de varios eones el hombre llegó a la tierra de Mnar; gentes oscuras y pastoriles con sus lanudos rebaños construyeron Thraa, Ilarnek y Kadatheron a orillas del serpenteante río Ai. Y ciertas tribus, más tenaces que el resto, se abrieron camino hasta la orilla del lago, y construyeron Sarnath en el lugar donde encontraron metales preciosos bajo la tierra.
No muy lejos de la ciudad gris de Ib, las errabundas tribus colocaron las primeras piedras de Sarnath, maravillándose enormemente ante los seres de Ib. Pero su maravilla estaba mezclada con odio, pues les desagradaba sobremanera que seres de tan aberrante aspecto caminaran por el mundo de los hombres bajo el crepúsculo. Tampoco les gustaban las extrañas esculturas labradas en los monolitos grises de Ib, aquellas estatuas eran tan terribles como antiguas. Por qué aquellos entes y esculturas permanecían hasta estos tiempos en el mundo, incluso durante la llegada del ser humano, nadie sabía; a menos de que fuera porque la tierra de Mnar era imperturbable y estaba terriblemente alejada de otras tierras, tanto del mundo consciente como del mundo de los sueños.
Entre más observaba la gente de Sarnath a los seres de Ib, más los odiaban, y más aún al encontrarlos débiles y blandos cual gelatina al contacto con piedras, lanzas y flechas. Entonces, un día, los jóvenes guerreros, honderos, lanceros y arqueros, marcharon contra Ib y masacraron a los habitantes del lugar, para después empujar sus extraños cuerpos hacia las aguas del lago utilizando las puntas de las alargadas lanzas, pues no deseaban tocarlos. Y como tampoco les gustaban los esculpidos monolitos grises de Ib, los lanzaron también al lago, preguntándose, gracias al esfuerzo que les implicó aquello, cómo era que habían traído esas piedras desde tan lejos, como seguramente había ocurrido, ya que no había roca parecida a estas en la tierra de Mnar o en los territorios vecinos.
Asi fue que de la ancestral ciudad de Ib no quedo nada salvo el ídolo de piedra verde como el mar, tallado en semejanza de Bokrug, el lagarto de agua. Éste fue llevado de vuelta a Sarnath por los jóvenes guerreros como símbolo de la conquista sobre los antiguos dioses y los seres de Ib, y como signo de su liderazgo en Mnar. Pero en la noche que siguió a su colocación en el templo debió de suceder algo terrible, pues se vieron extrañas luces sobre el lago, y a la mañana la gente descubrió que el ídolo había desaparecido y el alto sacerdote, Taran-Ish, yacía muerto con una expresión de inefable terror en el rostro. Antes de morir, Taran-Ish había escrito sobre el altar de crisólito, con trazos burdos y temblorosos, la señal de DESGRACIA.
Después de Taran-Ish hubo muchos altos sacerdotes, mas nunca fue encontrado el ídolo de piedra verde. Los siglos vinieron y se fueron uno detrás del otro, tiempo en el que Sarnath prosperó en exceso, tanto que solo los sacerdotes y las viejas recordaban lo que Taran-Ish había escrito sobre el altar de crisólito. Entre Sarnath y la ciudad de Ilarnek se creó una ruta comercial, en la que los metales preciosos, extraídos de la tierra, eran intercambiados por otros metales, por extraños ropajes y joyas y libros y herramientas para artesanos y todos los lujos conocidos por la gente que habitaba a lo largo del sinuoso Ai y más allá. Por lo tanto, Sarnath floreció poderosa y culta y hermosa, y mandó al frente ejércitos conquistadores para subyugar a las ciudades vecinas y, con el tiempo, se sentaron en su trono los reyes de toda la tierra de Mnar y de muchas otras alrededor.
El prodigio del mundo y el orgullo de la humanidad era Sarnath, la magnífica. Sus muros eran de mármol pulido traído de canteras en el desierto, de 300 codos de alto y 75 de ancho, de forma que los carruajes pudieran transitar sobre ellos uno al lado del otro al ser conducidos por hombres allá en lo alto. Tenían un total de 500 stadia de largo, y se abrían solo en el costado que miraba al lago; donde un dique de piedra verde contenía las olas que sorprendentemente se alzaban una vez al año durante el festival que celebraba la destrucción de Ib. En Sarnath había cincuenta calles desde el lago hasta el portal de las caravanas, y otras cincuenta que se cruzaban con estas. Estaban pavimentadas con ónix, salvo aquellas sobre las que andaban los caballos, elefantes y camellos, que habían sido enlosadas con granito. Y las puertas de Sarnath, tantas como había calles, eran de bronce y estaban flanqueadas por figuras de leones y elefantes tallados en un tipo de piedra ahora desconocido para el hombre. Las casas de Sarnath eran de ladrillo esmaltado y calcedonia, cada una con su jardín amurallado y una laguna de cristal. Con extraño arte fueron construidas, ninguna otra ciudad tenía casas como estas, y viajeros de Ilarnek y Thraa y Kadatheron se maravillaban ante los resplandecientes domos que lucían en lo alto.
Pero más maravillosos aun eran los palacios, templos y jardines construídos por Zokkar, el otrora rey. Había muchos palacios, de los cuales el menor era más grande que cualquiera en Ilarnek o en Thraa o en Kadatheron. Eran tan altos que al estar dentro era fácil creer que se estaba bajo la oscuridad del cielo, pero cuando el interior era iluminado por antorchas bañadas con el aceite de Dothur, sus muros mostraban gigantescas pinturas al fresco de reyes y ejércitos, de un esplendor que a la vez inspiraba y sobrecogía al observador. Muchos eran los pilares de estos palacios, todos de mármol brocatel tallado con diseños de suprema belleza. Y en la mayoría de los palacios los pisos eran de mosaico de berilo y lapislázuli y sardonio y carbúnculo y otros materiales selectos, dispuestos de tal manera que el observador se podía imaginar andando sobre una cama de las más exóticas flores. Y había igualmente fuentes, que lanzaban perfumadas aguas en placenteros chorros dispuestos con gran arte. Superior a todos los demás era el palacio de los reyes de Mnar y sus tierras vecinas. Sobre un par de agazapados leones dorados, muchos escalones por encima del bruñido suelo, descansaba el trono, que había sido labrado de una sola pieza de marfil, aunque no sobrevive quien pueda decir de dónde una pieza tan vasta pudo haber venido. En ese palacio había también múltiples galerías y numerosos anfiteatros en los que leones, hombres y elefantes luchaban al antojo de los reyes. A veces los anfiteatros eran inundados con agua traída del lago a través de potentes acueductos, y entonces eran recreadas vivaces peleas marinas o combates entre nadadores y mortales creaturas marinas.
Nobles e increíbles eran las diecisiete torres que hacían de templos en Sarnath, construidas con brillantes piedras multicolores desconocidas para el resto del mundo. Con un total de mil codos de altura se erguía la más grandiosa de todas, entre sus muros habitaban los altos sacerdotes con una opulencia apenas menor a la de los reyes. Abajo había salones tan amplios y espléndidos como aquellos de los palacios, donde multitudes se reunían en adoración a Zo-Kalar y Tamash y Lobon, las deidades principales de Sarnath, cuyos altares, envueltos en el velo del incienso, eran iguales a los tronos de los monarcas. Las efigies de los otros dioses no se parecían en nada a las de Zo-Kalar, Tamash y Lobon, que parecían tener tanta vida que se podía jurar que eran los mismísimos y gráciles dioses de largas barbas quienes estaban sentados sobre los tronos de marfil. Y al subir una infinidad de escalones de reluciente zircón se encontraba la recámara de la torre, desde donde el alto sacerdote miraba sobre la ciudad y las planicies y el lago durante el día, y a la críptica luna y las estrellas y enigmáticos planetas y sus reflejos en el lago durante la noche. Aquí era donde se realizaba el oculto y ancestral rito en detestación a Bokrug, el lagarto de agua, y aquí descansaba el altar de crisólito que aún mostraba la inscripción de DESGRACIA que había hecho Taran-Ish.
Igual de maravillosos eran los jardines hechos por Zokkar, el otrora rey. Se extendían por el centro de Sarnath cubriendo un enorme espacio rodeado por un gran muro. Y estaban coronados con un inmenso domo de vidrio, a través del cual brillaban el sol y la luna y las estrellas y los planetas cuando estaba despejado, y del cual eran colgadas fulgentes figuras del sol, la luna, las estrellas y los planetas cuando estaba nublado. En el verano los jardines eran enfriados con frescas y profundas brisas magistralmente generadas por ventiladores, y durante el invierno eran calentados con fuegos ocultos, de tal forma que en esos jardines siempre era primavera. Allí corrían pequeños riachuelos sobre brillantes piedrecillas, que dividían verdes praderas y jardines de muchos tonos, y eran cruzados por una multitud de puentes. Muchas eran las cascadas en sus cauces, y muchos los remansos llenos de lirios en los que se expandían. Sobre los arroyos y remansos andaban cisnes blancos, mientras la música de aves exóticas resonaba junto con la melodía de las aguas. En una serie de terrazas ordenadas se alzaban bancos de verdor, adornados aquí y allá con guaridas construidas por enredaderas y dulces retoños, y asientos y bancas de mármol y pórfido. Y había también pequeñas capillas y templos donde se podía descansar o rezar a los dioses menores.
Cada año se celebraba en Sarnath un festín por la destrucción de Ib, momento en el cual el vino, las canciones, los bailes y toda clase de divertimentos abundaban. Grandes honores le eran pagados a las sombras de aquellos que habían aniquilado a los extraños seres ancestrales, y la memoria de aquellos entes y de sus decrépitos dioses era mofada por bailarines y músicos con laúdes coronados con las rosas de los jardines de Zokkar. Y los reyes alzaban la mirada sobre el lago y maldecían los huesos de los muertos que yacían en sus profundidades. Al inicio, los altos sacerdotes no estaban de acuerdo con estos festivales, pues entre ellos habían pasado de generación en generación excéntricos cuentos sobre cómo la efigie de color verde mar había desaparecido, y sobre cómo Taran-Ish había muerto de miedo y dejado atrás una advertencia. Y decían que desde su altísima torre a veces se veían luces bajo las aguas del lago. Pero al pasar los años sin calamidad alguna, incluso los sacerdotes comenzaron a reírse y a burlarse y a participar en las orgías de los juerguistas. Pero, ¿no habían ellos mismos, desde su enorme torre, llevado a cabo con frecuencia el ancestral y secreto rito en detestación de Bokrug, el lagarto de agua? Y así, mil años de riquezas y placer pasaron sobre Sarnath, maravilla del mundo y orgullo de la humanidad.
Esplendoroso más allá de la imaginación, así fue el festín en celebración del milenio de la destrucción de Ib. Durante una década se había hablado al respecto por toda la tierra de Mnar, y al acercarse la fecha llegaron a Sarnath sobre caballos, camellos y elefantes los hombres de Ilarnek, Thraa y Kadatheron, y de todas las ciudades de Mnar y las tierras vecinas. Frente a los muros de mármol, en la noche señalada, se erigieron los pabellones de los príncipes y las tiendas de campaña de los viajeros, y toda la costa resonó con la canción de la alegre verbena. Al interior del salón de banquetes se reclinaba Nargis-Hei, el rey, borracho con el ancestral vino de las bóvedas de la conquistada Pnath, rodeado por nobles comensales y presurosos esclavos. Se comieron muchas y muy extrañas exquisiteces en aquel festín: pavorreales de las islas Nariel en el océano Medio, cabritos de las lejanas colinas de Implan, talones de camello del desierto del Bnazic, nueces y especias de los bosques de Cydathrian, y perlas de aquella tierra bañada por las olas, Mtal, disueltas en el vinagre de Thraa. Había un sinnúmero de salsas, preparadas por los más refinados cocineros de todo Mnar, y ajustadas al paladar de cada comensal. Pero lo más preciado de aquellas viandas fueron los enormes pescados del lago, todos y cada uno de ellos servidos en bandejas de oro decoradas con rubíes y diamantes.
Mientras que el rey y sus nobles se agasajaban dentro del palacio, y veían el plato principal esperándolos sobre bandejas doradas, los demás celebraban en otras partes. En la torre del gran templo los sacerdotes andaban de juerga, y en los pabellones extramuros los príncipes de las tierras vecinas armaban francachela. Fue el alto sacerdote, Gnai-Kah, el primero en ver las sombras que descendieron de la gibosa luna sobre el lago, y la condenada niebla negra que se alzó del agua hacia la luna y atrapó en una siniestra bruma las torres y domos de la señalada Sarnath. A partir de ese momento, aquellos en las torres y fuera de los muros del palacio presenciaron extrañas luces sobre el agua, y vieron que Akurion, la roca gris que solía alzarse muy por encima de la superficie cerca de la costa, estaba ahora prácticamente sumergida. El miedo se esparció vaga pero rápidamente, de modo que los príncipes de Ilarnek y de la lejana Rokol desarmaron y guardaron sus carpas y pabellones y se marcharon rumbo al río Ai, aunque no tenían muy clara la razón de su partida.
De repente, cerca de la medianoche, las puertas de bronce de Sarnath se abrieron en un estallido dejando entrar a una frenética marabunta que oscureció la planicie, obligando a los príncipes y viajeros que estaban de visita a escapar en pánico. Pues en los rostros de esta marabunta estaba escrita una demencia nacida de un insoportable horror, y de sus lenguas salían palabras tan terribles que nadie que las escuchaba se detenía siquiera para confirmar. Aquellos cuyos ojos gobernaba el miedo daban angustiosos alaridos ante la escena que se desenvolvía a través de las ventanas dentro del salón de banquetes del rey, donde ya no se asomaban las formas de Nargis-Hei y sus nobles y esclavos, sino una horda de indescriptibles cosas verdes de ojos saltones, flácidos y protuberantes labios y curiosas orejas; cosas que danzaban horripilantes, llevando entre sus garras bandejas de oro decoradas con rubíes y diamantes con anormales flamas en su interior, y los príncipes y viajeros, al huir de la desgraciada ciudad de Sarnath sobre caballos, camellos y elefantes, miraron de nuevo el neblinoso lago y vieron que la roca gris, Akurion, ya estaba completamente por debajo del nivel del agua.
A lo largo y ancho de la tierra de Mnar y sus territorios adyacentes se esparcieron los relatos de quienes habían escapado de Sarnath, y las caravanas nunca más volvieron a buscar la maldita ciudad ni sus metales preciosos. Pasó mucho tiempo antes de que algún viajero fuera hasta allá, e incluso entonces solo los aventureros y valientes jóvenes de la distante Falona se atrevieron a hacer el viaje, jóvenes aventureros de cabellos rubios y ojos azules que no tenían relación con las gentes de Mnar. Estos hombres fueron hasta el lago en busca de Sarnath pero, aunque ciertamente encontraron el vasto lago y la roca gris de Akurion elevándose altísima cerca de la orilla, no observaron la maravilla del mundo ni el orgullo de la humanidad. Donde alguna vez se habían erguido murallas de 300 codos y torres aun más altas, ahora se extendía una costa pantanosa; y donde alguna vez habían habitado cincuenta millones de personas, ahora solo reptaban verdes y detestables lagartijas de agua. Ni siquiera las minas de metales preciosos habían sobrevivido, pues la DESGRACIA había caído sobre Sarnath.
Pero a medio enterrar, entre los pastizales, se podía ver un curioso ídolo de piedra de un color tan verde como el mar, un ancestral ídolo cubierto de algas y labrado en la semejanza de Bokrug, el gran lagarto de agua. Ese ídolo fue a parar a un altar en el gran templo de Ilarnek, y a partir de entonces fue venerado bajo la gibosa luna a lo largo y ancho de la tierra de Mnar.