“Sedibus ut saltein placidis in morte quiescam.”
—Virgilio
Al relatar las circunstancias que han llevado a mi confinamiento en este refugio para dementes, estoy consciente de que mi posición actual creará natural duda sobre la autenticidad de mi narrativa. Es un desafortunado hecho que gran parte de la humanidad esté tan limitada en su visión mental que no pueda ponderar con paciencia e inteligencia aquellos fenómenos aislados, vistos y sentidos solo por unos cuantos psicológicamente sensibles que se hallan fuera de la experiencia común. Las personas de amplio intelecto saben que no hay una distinción tajante entre lo real y lo irreal; que todas las cosas aparentan ser como son solo en virtud de los delicados e individuales medios físicos y mentales a través de los cuales somos conscientes de ellas; pero el prosaico materialismo de la mayoría condena como locura los destellos de extraordinaria visión que traspasan el velo común del obvio empirismo.
Mi nombre es Jervas Dudley, y desde mi temprana infancia he sido un soñador y un visionario. Pudiente más allá de la necesidad de tener una vida comercial, y temperamentalmente incapacitado para los estudios formales y recreaciones sociales de mis conocidos, he habitado siempre en reinos apartados del mundo visible; pasé mi juventud y adolescencia entre libros antiguos y poco conocidos, y recorriendo los campos y arboledas de la región cercana a mi ancestral hogar. No creo que lo que haya leído en esos libros o visto en esos campos y arboledas fuera exactamente lo mismo que otros niños habrían leído y visto allí; pero he de decir poco al respecto, ya que hablar con detalle sería sino la confirmación de aquellas crueles calumnias sobre mi intelecto, que a veces alcanzo a escuchar en los susurros de los sigilosos cuidadores alrededor mío. Es suficiente para mí relatar los eventos ocurridos sin tener que analizar las causas.
He dicho que vivía apartado del mundo visible, pero no he dicho que estuviera solo. Ninguna creatura humana lo puede estar; a falta de la camaradería de los vivos, una inevitablemente atrae la compañía de cosas que no están, o que alguna vez estuvieron, vivas. Cerca de mi hogar existe una singular oquedad arbolada en cuyas crepusculares honduras pasé la mayoría de mi tiempo; leyendo, pensando y soñando. Di los primeros pasos de mi infancia bajando por sus musgosas pendientes, y fue alrededor de sus grotescamente retorcidos árboles de roble que las primeras fantasías de mi niñez fueron tramadas. Llegué a conocer bien a las dríadas que presidían aquellos árboles, y con frecuencia observé sus salvajes bailes bajo los insistentes rayos de la luna menguante —pero de estas cosas no debo hablar ahora—. Contaré solo de la solitaria cripta oculta en el más oscuro de los matorrales de la ladera: la desierta cripta de los Hyde, una vieja y enaltecida familia cuyo último descendiente directo había sido sepultado entre sus negros recovecos varias décadas antes de mi nacimiento.
La tumba a la que hago referencia es de granito antiguo, ajado y descolorado por la neblina y la humedad de varias generaciones. Excavada dentro de la ladera, la estructura es visible solo por la entrada. La puerta, una ponderosa e intimidante placa de piedra que se sostiene sobre bisagras de hierro y herrumbre, está entrecerrada de forma excéntrica y siniestra por medio de pesadas cadenas y candados de hierro, en acuerdo con una espeluznante moda de medio siglo atrás. La residencia de la estirpe cuyo linaje está aquí sepultado, una mansión que coronó alguna vez el declive que alberga a la cripta, había, desde hacía mucho, caído víctima de las llamas tras el desastroso impacto de un relámpago. Sobre la tormenta de media noche y el incendio que destruyó la lúgubre casa señorial, en donde solo un hombre había perecido, los más viejos habitantes de la región hablaban a veces en callados e inquietos tonos, aludiendo a lo que ellos llaman «la ira divina» de una manera que, con el pasar de los años, vagamente incrementaría la siempre fuerte fascinación que sentía hacia la sepultura oscurecida por el bosque. Cuando la triste urna llena con las cenizas del último de los Hyde, misma que había venido de una tierra distante a la cual la familia se había trasladado después del incendio, fue enterrada en este lugar de sombra y quietud, ya no quedaba nadie que dejara flores ante el portal de granito, y pocos se preocupaban por afrontar las depresivas sombras que aparentemente permanecían alrededor de la erosionada piedra.
Nunca he de olvidar la tarde cuando di por primera vez con la cuasioculta casa mortuoria. Fue en medio del verano, cuando la alquimia de la naturaleza transmuta el silvano paisaje en una vívida y casi homogénea masa de verde; cuando los sentidos están por poco intoxicados con el surgir de mares de húmedo verdor y los sutilmente indefinibles aromas de la tierra y la vegetación. En tales parajes la mente pierde la perspectiva; el tiempo y el espacio se vuelven triviales e irreales, y los ecos de un olvidado y prehistórico pasado baten insistentemente sobre la embelesada consciencia. Todo el día había estado deambulando por las místicas arboledas de aquella oquedad; pensando pensamientos que no necesito exponer, y conversando con cosas que no necesito nombrar. Aunque era apenas un niño de diez años, ya había visto y escuchado maravillas desconocidas para la muchedumbre; y era inusualmente maduro para ciertos asuntos. De repente, tras forzarme el paso entre dos salvajes matorrales de espino, encontré la entrada a la tumba sin tener conocimiento de lo que había descubierto. Los oscuros bloques de granito, la puerta tan curiosamente entreabierta, y los funéreos grabados arriba del arco no despertaban en mí asociaciones de carácter luctuoso o terrible. De tumbas y criptas sabía e imaginaba en cantidad, pero había, por culpa de mi peculiar temperamento, sido alejado de todo contacto personal con necrópolis y cementerios. El extraño edificio de piedra en la arbolada cuesta era para mí tan solo una fuente de interés y especulación; y su frío y húmedo interior, al cual en vano me asomaba a través de la abertura dejada de forma tan tentadora, no me ofrecía indicio alguno de muerte o decadencia. Pero en ese instante de curiosidad nació el alucinantemente irracional deseo que me ha traído hasta este infernal confinamiento. Alentado por una voz que debía de venir de la repugnante alma del bosque, me resolví a entrar a la convocante penumbra a pesar de las pesadas cadenas que me impedían el paso. En la lánguida luz del día alternaba entre sacudir los oxidados obstáculos con la intención de abrir de par en par la puerta de piedra, y ensayar a estrechar mi menuda figura a través del espacio ya provisto; pero ninguno de mis planes tenía éxito. Curioso al principio, ahora estaba frenético, y al regresar a casa en medio de la crepuscular espesura, ya había jurado a los cien dioses de la arboleda que algún día forzaría, a cualquier costo, la entrada hacia las negras y gélidas profundidades que parecían estar llamándome. El médico de la barba gris como el hierro que viene cada día a mi habitación, le dijo alguna vez a un visitante que tomar esta decisión marcó el inicio en mí de una lamentable monomanía; pero dejaré el juicio final a mis lectores una vez que lo hayan asimilado todo.
Los meses que siguieron a mi descubrimiento los gasté en fútiles intentos por forzar el problemático candado de la entreabierta tumba, y en cuidadosas y resguardadas pesquisas respecto a la naturaleza e historia de la estructura. Con los tradicionalmente receptivos oídos de un niño pequeño, aprendí mucho; aunque la ya habitual clandestinidad me obligaba a ocultar del mundo mis informaciones o mi determinación. Es quizá de valor mencionar que no me sorprendí ni aterré al descubrir la naturaleza de la construcción, mis ideas sobre la vida y la muerte, ciertamente originales, habían causado que asociara, aunque vagamente, el frío de la arcilla con la idea de un cuerpo que respira, lo que me llevó a tener la sensación de que la grande y siniestra familia de la calcinada mansión estaba de alguna forma encarnada dentro del espacio de piedra que buscaba explorar. Balbuceados cuentos sobre excéntricos rituales y profanas verbenas de antaño en la antigua hacienda me generaban un nuevo y potente interés por la cripta, ante cuya puerta me sentaba durante horas cada día. Una vez lancé una vela dentro de la entornada puerta pero no pude ver nada salvo un tramo de humedecidos escalones de piedra que llevaban hacia abajo. El olor del lugar me repelía tanto como me encantaba. Sentía que lo conocía de antes, de un pasado remoto más allá de toda recordación; más allá incluso de la tenencia del cuerpo que ahora poseo.
Fue durante el año que vino después de haber visto por primera vez la cripta que di con una carcomida traducción de la obra de Plutarco, Vidas paralelas, en el ático atestado de libros de mi casa. Al leer la vida de Teseo, me impresionó mucho aquel pasaje que cuenta de la gran piedra bajo la cual el impúber héroe encontraría las piezas de su destino cuando fuera lo suficientemente viejo como para levantar su enorme peso. Esta leyenda tuvo el efecto de disipar mi afanosa impaciencia por entrar a la tumba, ya que me hacía sentir que el momento no era aún favorable. Más adelante, me decía a mí mismo, creceré y tendré la fuerza y el ingenio que probablemente me permitirán desatar las cadenas de la pesada puerta con facilidad; pero hasta entonces lo mejor que podía hacer era conformarme a lo que parecía ser la voluntad del Destino.
En consecuencia, mis guardias al pie del legamoso portal se tornaron menos persistentes, y mucho de mi tiempo lo invertí en distintas aunque igualmente extrañas investigaciones. A veces me levantaba muy quedamente por la noche, escabulléndome para caminar por aquellos camposantos y sitios fúnebres de los cuales había sido apartado por mis padres. Lo que hacía allí no debo decirlo, ya que no estoy seguro de la realidad de algunas cosas; pero al día siguiente de aquellos paseos nocturnos, con frecuencia sorprendía a quienes me rodeaban con conocimiento sobre temas casi olvidados desde hacía varias generaciones. Fue después de una de estas noches que alarmé a la comunidad con una excéntrica conjetura sobre el entierro del rico y celebrado noble Brewster, un hacedor de historia local que fue sepultado en 1711, y cuya lápida gris, que dejaba ver labrada la figura de la calavera y las tibias, se estaba desmoronando lentamente en pequeñas partículas. En un momento de infantil imaginación juré no solo que el enterrador, el gentilhombre Simpson, había robado los zapatos de hebillas de plata, las medias de seda, y las satinadas piezas ornamentales del fallecido antes de enterrarlo; sino que el noble mismo, sin estar del todo inanimado, había girado dos veces en el sepultado ataúd el día después del entierro.
La idea de adentrarme en la cripta nunca abandonó mis pensamientos; y fue de hecho estimulada por el inesperado descubrimiento genealógico de que mi propia ascendencia materna poseía por lo menos un ligero lazo con la supuestamente extinta familia de los Hyde. Último de mi raza paterna, resultó que también era el último de este anterior y más misterioso linaje. Comencé a sentir que la cripta era mía, y a mirar adelante con encendido anhelo al momento en el que pudiera cruzar dentro de aquella puerta de piedra y descender los viscosos escalones en total oscuridad. Había ahora formado el hábito de escuchar con gran esmero al entreabierto portal, y escogía mis horas favoritas de quietud nocturna para tan singular vigilia. Para cuando cumplí la mayoría de edad, ya había despejado un pequeño claro en los matorrales frente a la enmohecida fachada en la ladera, lo que permitía a la vegetación de alrededor circundar y pender sobre el espacio como los muros y el techo de un refugio silvestre. Este refugio era mi templo, la entreabierta puerta, mi santuario, y ahí yacía yo, estirado sobre el musgoso suelo, pensando extraños pensamientos y soñando extraños sueños.
La primera revelación llegó una noche calurosa. Debí de haberme quedado dormido por la fatiga, ya que fue con la clara sensación de haber despertado que escuché las voces, de cuyos timbres y acentos dudo si deba hablar; no, de sus cualidades no diré nada, pero puedo decir que presentaban insólitas diferencias en cuanto a vocabulario, pronunciación y modo de articulación. Cada tonalidad del dialecto de New England, desde las bastas sílabas de los colonialistas puritanos hasta la precisa retórica de hace cincuenta años, parecían estar representadas en aquel sombrío coloquio, aunque no fue sino hasta más tarde que noté este hecho. En ese momento, efectivamente, mi atención estaba distraída de este asunto en otro fenómeno: una manifestación tan efímera que no podría jurar sobre su realidad. Tan solo me pareció ver que, al despertar, una luz había sido extinguida con prisa dentro del hundido sepulcro. No creo haberme sentido trastornado o angustiado, pero sé que fui enorme y permanentemente transformado esa noche. Al regresar a casa me dirigí con gran claridad hasta un putrefacto cofre en el ático, dentro del cual encontré la llave que al día siguiente abrió con facilidad la barrera que por tanto tiempo había asaltado en vano.
Fue en el suave fulgor del final de la tarde que entré por primera vez a la cripta de la abandonada ladera. El corazón me dio un brinco con una exultación que solo podría errar al describirla, me encontraba hechizado. Al cerrar la puerta detrás de mí y descender los anegados escalones bajo la luz de mi solitaria vela, parecía como si me supiera el camino; y aunque la vela lanzaba pequeñas detonaciones provocadas por la sofocante pestilencia del lugar, me sentía singularmente como en casa en medio del húmedo y cadavérico aire. Alrededor pude ver varias láminas de mármol sobre las que descansaban féretros, o restos de féretros. Algunos estaban sellados e intactos, pero otros habían casi desaparecido, quedaban tan solo las manijas y placas de plata, aisladas entre curiosos montículos de polvo blanquecino. En una de las placas leí el nombre de Sir Geoffrey Hyde, quien había llegado a Sussex en 1640 y muerto aquí unos años más tarde. En un conspicuo nicho había un considerablemente bien preservado y deshabitado ataúd, decorado con un solo nombre que me provocó tanto una sonrisa como un estremecimiento. Un singular impulso me llevó a trepar sobre la amplia lámina, extinguir la vela, y acostarme dentro del desocupado féretro.
En la gris luz del amanecer salí tambaleándome de la cripta y aseguré la cadena de la puerta detrás de mí. Ya no era un hombre joven, aunque tan solo veintiún inviernos me habían helado la anatomía. Aldeanos madrugadores que observaban mi progreso de vuelta a casa me veían con extrañeza, maravillados ante los signos de prosaico desenfreno que notaban en alguien cuya vida, se sabía, era sobria y solitaria. No me presenté ante mis padres sino hasta después de un largo y reparador sueño.
A partir de ese momento visité la cripta cada noche; veía, escuchaba y hacía allí cosas que nunca he de revelar. Mi habla, siempre susceptible a las influencias del ambiente, fue la primera cosa en sucumbir al cambio; y mi súbitamente adquirido arcaísmo en la dicción fue prontamente señalado. Más tarde una singular osadía e imprudencia permearon en mi carácter, hasta que inocentemente se desarrollaron en mí los modos de un hombre de mundo a pesar de mi perpetuo confinamiento. Mi otrora silenciosa lengua se volvió locuaz con la suave gracia de un Chesterfield o el impío cinismo de un Rochester. Exhibía una peculiar erudición completamente distinta a las fantásticas, monacales tradiciones que había estudiado en juventud; y llenaba las hojas de cortesía de mis libros con fácilmente improvisados epigramas que mostraban vestigios de Gay o de Prior, y la jovialidad de los copleros y rimadores augustos. Una mañana en el desayuno estuve a punto del desastre al declamar en tonos palpablemente alcoholizados una efusión sacada del bullicio de una bacanal del siglo XVIII; una muestra de jugueteo georgiano jamás registrada en libro, que rezaba algo así:
Venid aquí, mis amigos, con vuestros jarros de cerveza blanca,
Y bebed por el presente antes de que os haga falta;
Apilar cada quien en vuestro plato una montaña de res,
Porque comer y beber es lo que libera el estrés;
Así que llenen vuestras jarras,
Porque la vida pronto estalla;
¡Cuando mueran nunca beberán, por vuestro rey o vuestra hembra!
Anacreonte tenía nariz roja, eso dicen;
Pero, ¿qué importa la nariz roja si somos alegres y felices?
Prefiero estar rojo mientras estoy aquí. —¡Que me parta un rayo!—
Que blanco como un lirio —¡y muerto medio año!—
Así que Betty, mi damicela,
Ven y dame un beso, no eres nada fea;
¡En el infierno no hay hija de hostelero como ella!
El joven Harry, sostenido tan erecto como le permite su destreza,
Pronto perderá la peluca y se escurrirá bajo la mesa;
Pero llenad vuestros cálices y rotarlos por la fiesta,
—¡Mejor bajo la mesa que tres metros bajo tierra!—
Armad bullanga y cachondeo
Mientras sedientos beben sin mareo:
¡Que tres metros bajo tierra no es tan fácil el pitorreo!
¡El desgraciado me golpeó de la nada! Apenas y puedo caminar,
¡Y maldita sea si puedo pararme erguido y hablar!
Venga, casero, pedidle a Betty que traiga un asiento;
¡Intentaré ir a casa un rato, ya que mi esposa no está, no miento!
Así que dadme una mano;
Que no me puedo parar,
¡Pero estoy dichoso mientras pueda por la tierra andar!
En esa temporada concebí mi actual miedo al fuego y a las tormentas electricas. Indiferente ante tales cosas en el pasado, ahora estaba inefablemente horrorizado por ellas; me retiraba a los más profundos recovecos de la casa cada vez que el firmamento amenazaba un despliegue eléctrico. Uno de mis escondites favoritos durante el día era el ruinoso sótano de la mansión que había sido consumida por el fuego, y en mi fantasía, imaginaba la estructura tal y como había sido en su mejor época. En una ocasión, incluso hice sobresaltar a un aldeano al conducirlo con confianza a un achaparrado subsótano de cuya existencia parecía yo estar al tanto a pesar del hecho de que había sido olvidado y nadie lo había visto durante varias generaciones.
Al final sucedió lo que desde hacía tiempo temía. Mis padres, alarmados por la alterada manera y apariencia de su único hijo, comenzaron a ejercer sobre mis movimientos un afable espionaje que amenazaba con acabar en desastre. No le había contado a nadie sobre mis visitas a la cripta, guardaba mi propósito en secreto con devoción religiosa desde la infancia; pero ahora me veía forzado a tener cuidado al escurrirme por los laberintos del boscoso socavón para así poder despistar a un posible perseguidor. Mantenía la llave de la tumba suspendida de un cordón alrededor de mi cuello, su presencia conocida solo por mí. Y nunca retiraba del sepulcro ninguna de las cosas que encontraba dentro de sus muros.
Una mañana, al salir de la húmeda cripta y asegurar la cadena del portal con mano no muy firme, vi entre un grupo adyacente de árboles la espantosa cara de un observador. Sin duda el final estaba cerca ya que mi refugio había sido descubierto, y el objetivo de mis viajes nocturnos revelado. El hombre no me enfrentó, así que me apresuré a casa con la idea de alcanzar a escuchar lo que pudiera reportar a mi evidentemente angustiado padre. ¿Estaban mis visitas más allá de la puerta encadenada a punto de ser proclamadas al mundo? Es fácil imaginar mi deleitado asombro al oír al espía informar a mi padre en un cauteloso suspiro que yo había pasado la noche en mi frondoso refugio fuera de la cripta, ¡con los adormilados ojos fijos en la hendidura del encadenado portal que permanecía entreabierto! ¿Por qué milagro había estado el observador así de confundido? Estaba ahora convencido de que una influencia sobrenatural me protegía. Envalentonado por esta circunstancia caída del cielo, comencé a asumir una perfecta apertura al ir a la cripta, confiado de que nadie podría atestiguar mi entrada. Durante una semana saboreé al máximo los placeres de la mortuoria convivencia, que no he de describir, cuando el evento ocurrió, y fui arrastrado hasta esta maldita morada de lamento y monotonía.
No debí haberme aventurado fuera esa noche; la amenaza de truenos teñía las nubes, y una informal fosforescencia subía del tupido pantano que había más allá de la oquedad. La llamada de los muertos, también, era distinta. En vez de la cripta en la ladera, era el imperante demonio del renegrido sótano en la cima de la colina quien me hacía señales con sus invisibles dedos. Al salir de la espesura a la planicie frente a la ruina, observé en la neblinosa luz de la luna aquello que, vagamente, siempre había esperado. La mansión, desaparecida desde hacía un siglo, una vez más imponía su majestuosa altura sobre el arrobado observador; cada ventana fulgurante con el esplendor de múltiples velas. A lo largo del camino que llevaba hasta la casa rodaban los carruajes de la alta sociedad de Boston, mientras que a pie venía un numeroso ensamble de empolvadas exquisiteces pertenecientes a las mansiones vecinas. Me mezclé entre la multitud, aunque sabía que mi lugar era con los anfitriones y no tanto con los invitados. Dentro de la residencia había música, risas y vino en cada mano. Reconocí varios rostros; aunque los habría reconocido más fácilmente de haber estado resecos y carcomidos por la muerte y la descomposición. En medio de una descontrolada y desenfrenada muchedumbre yo era el más salvaje y abandonado. Joviales blasfemias emanaban en torrentes de mis labios, y en mis impactantes comentarios desobedecía toda ley de Dios, hombre, o Naturaleza. De repente un estrépito de truenos, que resonó incluso por encima del escándalo de la repugnante orgía, partió el techo por la mitad e impuso una calma llena de miedo sobre los bulliciosos invitados. Llamas como lenguas rojas e incandescentes ráfagas de calor envolvieron la casa, y los juerguistas, azotados por el terror ante el acaecimiento de una calamidad que parecía trascender los límites de la Naturaleza desencauzada, huyeron en medio de chillidos hacia la noche. Solo quedaba yo, paralizado por un eminente miedo que nunca antes había sentido. Y entonces un segundo horror se apoderó de mi alma. Calcinado vivo, mi cuerpo sería diseminado por los cuatro vientos, ¡nunca podría yacer en la cripta de los Hyde! ¿Acaso no estaba mi ataúd listo para recibirme? ¿No tenía yo el derecho a descansar por la eternidad entre los descendientes de sir Geoffrey Hyde? ¡Sí! Reclamaría mi mortuoria herencia, aunque mi alma tuviera que ir en busca de ella a través de los tiempos, y encontrarla en la tenencia de otro cuerpo que la represente en ese féretro vacío en uno de los nichos de la cripta. ¡Jervas Hyde jamás habrá de compartir el triste destino de Palinuro!
Mientras el fantasma de la casa en llamas se disolvía, me descubrí gritando y luchando frenético en los brazos de dos hombres, de los cuales uno era el espía que me había seguido a la cripta. La lluvia caía en torrentes, y sobre el horizonte hacia el sur destellaban los relámpagos que recién habían pasado sobre nuestras cabezas. Mi padre, el rostro surcado por la pena, observó mientras yo gritaba demandando ser sepultado al interior de la cripta; y aconsejaba frecuentemente a mis captores que me trataran tan gentilmente como les fuera posible. Un ennegrecido círculo en el suelo del ruinoso sótano hablaba de un violento impacto caído del cielo; y de este preciso lugar un grupo de aldeanos curiosos, alumbrándose con linternas, extraían una pequeña caja de antiquísima hechura que el rayo había traído a la luz. Tras cesar mis ahora carentes de objeto e inútiles contorsiones, vi a los espectadores mientras observaban el tesoro, y se me permitió aportar a sus descubrimientos. La caja, cuya cerradura probablemente se había roto con el impacto que la había desvelado, contenía varios papeles y objetos de valor; pero yo tenía ojos para una sola cosa. Era la miniatura en porcelana de un hombre joven con una peluca dieciochesca con rulos a la moda, y que llevaba inscritas las iniciales «J. H.». El rostro era tal que al contemplarlo, bien podría haberme estado estudiando en el espejo.
Al día siguiente me trajeron a esta habitación con barrotes en las ventanas, pero se me ha mantenido informado de ciertos asuntos a través de un corto de entendimiento y añoso sirviente, por quien había sentido afecto en la infancia, y quien al igual que yo ama los cementerios. Lo que me he atrevido a relatar de mis experiencias dentro de la tumba me ha traído solo conmiseradas sonrisas. Mi padre, quien me visita con frecuencia, declara que en ningún momento traspasé el encadenado portal, y jura que la oxidada cerradura no había sido tocada en más de cincuenta años cuando él la examinó. Incluso dice que la aldea entera sabía de mis paseos a la cripta, y que era observado con frecuencia mientras dormía en mi refugio afuera de la tétrica fachada, mis ojos entreabiertos fijos en la hendidura que llevaba al interior. Contra estas afirmaciones no tengo pruebas tangibles que ofrecer, ya que la llave para el candado se perdió en la refriega aquella noche de horrores. Los extraños datos sobre el pasado que aprendí durante aquellos encuentros nocturnos con los muertos, él desechaba como los frutos de mis eternas y heterogéneas pesquisas entre los antiguos volúmenes de la biblioteca familiar. De no haber sido por mi viejo sirviente, Hiram, debería ya para estas alturas estar convencido de mi propia locura.
Pero Hiram, leal hasta el fin, ha conservado la fe en mí, y ha hecho algo que me impele a hacer pública por lo menos una parte de mi historia: hace una semana violó el candado que mantenía por siempre entreabierta la puerta de la cripta, y descendió con una linterna al interior de sus turbias profundidades. Sobre una de las láminas de piedra en uno de los nichos encontró un viejo pero desocupado ataúd cuya deteriorada placa mostraba una sola palabra: «Jervas». En ese féretro y en esa cripta me ha prometido que seré enterrado.
Gracias por leer LA FICCIÓN DE H. P. LOVECRAFT.
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