La bestia en la cueva
The Beast in the Cave by H. P. Lovecraft, 1904 (tr. Camilo F. Otálora)
La horrible conclusión que gradualmente había estado invadiendo mi confundida y obstinada mente era ahora una desagradable certeza. Estaba perdido, absolutamente, perdido sin esperanza en las colosales y laberínticas cavidades de la cueva llamada Mammoth Cave. Sin importar hacia dónde girara, en ninguna dirección mis esforzados ojos vislumbraban objeto alguno capaz de servir como punto de referencia para encauzarme hacia la salida. Nunca más volvería a contemplar la bendita luz del día, o a atisbar las placenteras colinas y hondonadas del hermoso mundo exterior; de esto mi mente ya no mantenía siquiera un mínimo escepticismo. La esperanza se había marchado. Sin embargo, adoctrinado como estaba por una vida de estudios filosóficos, no hallé ni un poco de satisfacción en mi desapasionada conducta; porque aunque había leído con frecuencia sobre los salvajes frenesíes a los que eran arrojadas las víctimas de situaciones similares, yo no experimenté tal, sino que permanecí en silencio tan pronto como me fue claro que había perdido la orientación.
Tampoco pensar en la probabilidad de haber deambulado más allá de los límites finales de lo que sería una búsqueda rutinaria me motivaba a perder la compostura siquiera por un momento. Si he de morir, reflexionaba, entonces era esta terrible pero majestuosa caverna tan acogedora sepultura como la que cualquier camposanto sería capaz de brindarme; una ideación que traía consigo más tranquilidad que desesperación.
Morir de hambre probaría ser mi destino último; de eso estaba seguro. Algunas personas, lo sabía, habían perdido la razón bajo circunstancias tales como esta, pero tenía la sensación de que ese final no sería el mío. Mi desgracia era el resultado de ninguna culpa salvo la mía, ya que sin que el guía lo supiera me había separado del grupo de turistas; y, tras haber deambulado durante más de una hora por avenidas prohibidas al interior de la cueva, había descubierto que me era imposible desandar los erráticos giros que había realizado desde el momento en el que abandoné a mis compañeros.
La antorcha había comenzado a extinguirse; pronto estaría envuelto por la total y cuasipalpable oscuridad de las entrañas de la tierra. De pie en la disminuída e inestable luz, divagué imaginando las condiciones de mi inminente fin. Recordé las historias que había escuchado sobre la colonia de tísicos, quienes, tras tomar residencia en esta gigantesca gruta en busca de una cura en el aire aparentemente salubre y puro del mundo subterráneo, con su temperatura estable, uniforme y pacífica quietud, encontraron, en su lugar, la muerte de forma anormal y espeluznante. Había visto los tristes vestigios de las contrahechas cabañas al pasarlas junto con el grupo, y me pregunté qué antinatural influencia engendraría una larga estadía en esta inmensa y silenciosa caverna en alguien tan saludable y vigoroso como yo. Ahora, me dije lúgubre, la oportunidad para resolver esa duda había llegado, siempre y cuando la necesidad de sustento no me llevara pronto a partir de esta vida.
Al tiempo que los últimos e intermitentes destellos de la antorcha se desvanecían en la oscuridad, resolví que agotaría todos mis recursos, no dejaría posibilidad alguna de escape desatendida; invocando todos los poderes contenidos en mis pulmones, comencé una serie de potentes gritos con la vana esperanza de atraer la atención del guía con mi clamor. Aún así, mientras llamaba, creía con el corazón que mis lamentos carecían de propósito, y que mi voz, amplificada y reflejada por el sinnúmero de cornisas del negro laberinto alrededor mío, no llegaría a oídos que no fueran los míos. Sin embargo, de repente mi atención se concentró con un respingo cuando creí escuchar suaves pasos aproximándose sobre el suelo rocoso de la caverna. ¿Era acaso mi redención la que estaba tan pronta a alcanzarme? ¿Habían, entonces, todas mis horribles preocupaciones sido en vano y era el guía quien, tras haber notado mi inexplicable ausencia del grupo, seguía mis pasos buscándome en este laberinto de piedra caliza? En lo que estas gozosas interrogantes se formaban en mi cerebro, estaba a punto de renovar mis lamentos con la intención de ser descubierto pronto, cuando en un instante mi dicha se convirtió en horror; mi de por sí ya agudo oído, ahora aumentado en mayor medida por el absoluto silencio de la cueva, trajo a mi entumecido entendimiento la inesperada y pavorosa idea de que esas pisadas no eran las de una persona mortal. En la terrible serenidad de esta región subterránea, el andar del guía en botas habría sonado como una serie de agudos y explícitos golpes. Pero estos impactos eran suaves, y sigilosos, como los de las acolchonadas patas de un felino. Además, a veces, si escuchaba con esmero, parecía poder rastrear la caída de cuatro en vez de dos pies.
Estaba ahora convencido de que con mis gritos había azuzado y atraído a una bestia salvaje, quizá un puma que por accidente se había extraviado al interior de la cueva. Tal vez, contemplé, el Todopoderoso había escogido para mí una muerte más rápida y misericordiosa que el hambre. Pero el instinto de autopreservación, sin haber estado del todo adormecido, se me espabiló dentro del pecho, y aunque escapar del peligro que se avecinaba me llevaría solo a tener un laborioso y prolongado fin, decidí partir manteniendo el valor de mi vida en la más alta estima que pude capitanear. Por extraño que parezca, mi mente no concebía otra intención por parte del visitante que no fuera una de hostilidad. En respuesta, guardé absoluto silencio, con la esperanza de que la desconocida bestia, en ausencia de un sonido que la guiara, perdiera el sentido de dirección al igual que yo lo había perdido y, por tanto, me pasara de largo. Pero esta esperanza no estaba destinada a realizarse, ya que las extrañas pisadas avanzaron persistentes, el animal evidentemente había captado mi aroma, el cual, en una atmósfera tan absolutamente libre de influencias distractoras como lo es la de una cueva, sin duda podría ser rastreado a través de grandes distancias.
Al ver que debía estar armado para defenderme en contra de un inverosímil e imperceptible ataque en la oscuridad, agrupé a mis pies los más grandes fragmentos de roca que encontré esparcidos por el suelo de la caverna alrededor, y, agarrando uno en cada mano para poder usarlos a la brevedad, esperé con resignación el inevitable desenlace. Entretanto, el horripilante tamborileo de las patas se aproximaba. La conducta de la criatura, definitivamente, era extraña sobremanera. La mayor parte del tiempo la marcha parecía ser la de un cuadrúpedo, caminaba con una particular falta de sincronía entre las patas traseras y las delanteras, pero en breves e infrecuentes intervalos sospechaba que no eran sino tan solo dos pies los involucrados en el proceso de locomoción. Me pregunté qué especie de animal me confrontaría; debe de ser, pensé, alguna desafortunada bestia que ha pagado por su curiosidad al investigar en una de las entradas de la espeluznante gruta con el confinamiento de por vida en sus interminables recovecos. Sin duda obtenía como alimento los peces, murciélagos y ratas ciegas de la cueva, así como algunos peces ordinarios que eran arrastrados dentro con cada crecida del Green River, río que se comunica de forma arcana con las aguas de la cueva. Ocupé mi terrible vigilia con grotescas conjeturas sobre qué alteraciones la vida en la cueva le podría haber ocasionado a la estructura física de la bestia, recordando la repugnante apariencia atribuída por la tradición local a los tísicos que habían fallecido tras su larga residencia en la caverna. Entonces me estremecí al recordar que, incluso si tuviera éxito en matar a mi antagonista, nunca lograría ver su forma, ya que hacía tiempo que mi antorcha se había extinguido, y estaba completamente desprovisto de fósforos. La tensión en mi cerebro era ahora terrible. Mi desordenado delirio conjuró horripilantes y espantosas figuras salidas de la siniestra oscuridad que me rodeaba y que, a decir verdad, parecía ejercer presión sobre mi cuerpo. Más y más cerca, las horrorosas pisadas se aproximaban. Sentía que debía desahogar un estridente grito, pero de haber siquiera titubeado al intentar algo así, la voz apenas y hubiera podido responderme. Estaba petrificado, plantado en mi sitio. Dudaba si el brazo derecho me permitiría arrojar el misil hacía la cosa que se avecinaba cuando llegara el momento crucial. Ahora, el ininterrumpido plaf, plaf, de los pasos estaba al alcance de la mano, muy cerca. Podía escuchar la laboriosa respiración y, aterrado como estaba, me di cuenta de que el animal debía de haber venido desde una distancia considerable ya que estaba correspondientemente fatigado. De repente se rompió el hechizo. La mano derecha, guiada por mi siempre confiable sentido del oído, lanzó con todas sus fuerzas el angulado y filoso pedazo de piedra caliza que sostenía, justo hacia ese punto en la oscuridad del que había emanado la respiración y el golpeteo, y, me maravilla contarlo, casi alcanza su objetivo, ya que escuché a la cosa aterrizar un poco más allá, donde pareció hacer una pausa luego de haber saltado.
Tras ajustar la puntería, lancé el segundo misil, esta vez con mayor efectividad, y con una efusión de júbilo escuché cómo la criatura cayó con el estrépito de un colapso definitivo, donde evidentemente permaneció de bruces e inmóvil. Casi sobrellevado por la sensación de alivio que me recorrió el cuerpo, me fui dando tumbos hacia atrás hasta dar contra la pared. Su respiración continuaba, con pesadas y jadeantes inhalaciones y expiraciones, por lo que deduje que no había sino herido a la criatura. Ahora todo deseo en mí por examinar a la cosa había cesado. Por fin algo semejante a un infundado y supersticioso miedo se me había metido al cerebro; no me acerqué al cuerpo, tampoco continué lanzándole piedras para terminar de extinguirle la vida. En lugar de eso, corrí a toda velocidad en la que era, tanto como podía estimar en mi frenética condición, la dirección por la que había llegado hasta ahí. De pronto escuché un ruido, o mejor dicho, una contínua sucesión de ruidos. En un instante se revelaron como una serie de nítidos y metálicos clics. Esta vez no había duda: era el guía. Y entonces grité, exclamé, vociferé, incluso chillé con dicha mientras observaba, proyectado sobre los abovedados arcos en lo alto, el débil y titilante fulgor que, sabía, era el reflejo de la luz de una antorcha que se aproximaba. Corrí para encontrarme con el frágil resplandor, y antes de poder entender por completo lo que había ocurrido estaba postrado en el suelo a los pies del guía, abrazándole las botas y mascullando de la más insignificante e idiota manera, a pesar de mi alardeada reticencia, desahogando mi terrible historia y, al mismo tiempo, agobiando a mi auditor con manifestaciones de gratitud. A la larga desperté a algo parecido a un estado normal de conciencia. El guía había notado mi ausencia al llegar el grupo a la entrada de la cueva, y había, por su intuitivo sentido de la orientación, procedido a hacer una detallada exploración de los pasadizos aledaños un poco más adelante de donde había hablado conmigo por última vez, así logró dar con mi paradero tras una búsqueda de cuatro horas.
Para cuando el guía había terminado de relatarme esto, yo, envalentonado por su antorcha y compañía, comencé a reflexionar sobre la extraña bestia que había herido tan solo unos pasos atrás en la oscuridad, y sugerí que nos aseguráramos, con la ayuda del afluente de luz, de qué tipo de criatura era mi víctima. Desanduve los pasos, esta vez con un coraje nacido de la compañía, al escenario de mi terrible experiencia. Pronto avistamos un objeto blanco tumbado en el suelo, un objeto aun más blanco que la reluciente piedra caliza misma. Avanzando con cautela, proferimos en sincronía una exclamación de asombro, ya que de todos los antinaturales monstruos que cualquiera de nosotros pudiera haber visto en vida, este era con creces el más extraño. Parecía ser un simio antropoide de enormes proporciones, probablemente fugado de alguna itinerante Casa de fieras. Tenía el pelo blanco como la nieve, causado sin duda por el efecto decolorante de una larga existencia dentro de los renegridos confines de la cueva, pero también sorpresivamente escaso, en realidad era predominantemente ralo salvo en la cabeza, donde era tan abundante y con tal longitud que caía sobre los hombros en considerable profusión. La cara estaba girada en dirección opuesta a nosotros, mientras que la criatura yacía casi boca bajo. El ángulo de inclinación de las extremidades era singular en demasía, lo que explicaba la alteración en su uso que yo había notado con anterioridad, en el que la bestia precisaba a veces las cuatro y en otras ocasiones tan solo dos para desplazarse. De las puntas de los dedos se extendían unas largas garras con apariencia de uñas. Las manos o pies no eran prensiles, un hecho que adjudiqué a aquella larga residencia en la cueva que, como mencioné con anterioridad, parecía obvia en la prevalente y casi antinatural blancura tan característica de toda su anatomía. Parecía no haber una cola presente.
La respiración se había vuelto muy endeble, y el guía había desenfundado su pistola con la evidente intención de despachar a la criatura, cuando un inesperado sonido proyectado por esta última causó que el arma cayera sin haber sido usada. Fue un sonido de una naturaleza difícil de describir. En nada se parecía al tono normal de ninguna de las especies conocidas de simios, y me pregunté si esta antinatural cualidad no sería resultado de un prolongado y completo silencio, roto gracias a la sensación producida por el advenimiento de la luz, algo que la bestia no podría haber visto desde que entró por primera vez en la cueva. El sonido, que en un pobre intento podría clasificar como una clase de chillido en tono bajo, continuaba, extenuado. De pronto un momentáneo espasmo de energía pareció pasar a través de la osamenta de la bestia. Las patas sufrieron movimientos convulsivos y las extremidades se contrajeron. Con un respingo, el blanco cuerpo rodó de forma que la cara giró hacia nosotros. Por un momento me quedé tan desconcertado por el horror que me causaron los ojos ahora revelados que no noté ninguna otra cosa. Eran de color negro esos ojos, profundo, reteñido, en asqueroso contraste con lo níveo del pelo y la piel. Al igual que los de otros oriundos de la cueva, estaban hundidos en las profundidades de sus órbitas, completamente destituidos de iris. Viéndolos más de cerca, observé que estaban enclavados en una cara menos prognata que aquella del simio promedio, e infinitamente más peluda. La nariz, también, era bastante distintiva.
Mientras observábamos la enigmática exhibición presentada ante nuestros ojos, los gruesos labios se abrieron, y varios sonidos emanaron de ellos, tras los cuales la cosa se relajó en la muerte.
El guía se aferró a la manga de mi abrigo temblando de forma tan violenta que la luz se sacudió parpadeando, proyectando extrañas y movedizas sombras sobre las paredes alrededor.
No hice ningún gesto, pero permanecí estático con los horrorizados ojos fijos sobre el suelo delante mío.
Entonces el miedo se marchó, la maravilla, el estupor, la compasión y la reverencia sucedieron en su lugar; los sonidos emitidos por la derrotada figura que yacía estirada sobre la piedra caliza nos habían comunicado la asombrosa verdad: la criatura que había matado, la extraña bestia de la ininteligible cueva era, o alguna vez había sido, ¡¡¡UN HOMBRE!!!